Por: Fabio Rodríguez
La penumbra invadió la habitación, sobre la mesa una rosa roja, al fondo, un viejo equipo de sonido dejaba escapar las notas de una melodía de Gilberto Santa Rosa. Con la destreza de un felino, se deslizo entre las sombras, depositó su ropa en el solterón, se coloco la pijama y fue a sentarse junto a la ventana como todas las noches. Entre sus manos, las hojas frescas de eucalipto que frotaba y luego olía con ansiedad. Su aroma iba impregnando el cuarto. En los últimos días, éste ritual se repetía con rigurosa puntualidad. Era una forma de ambientar las circunstancias que le permitieran tener contacto con la mujer que en sus sueños, aparecía cada noche, desde las dos semanas anteriores. Recordaba que la primera vez que lo visitó, traía una blusa negra con escote de tipo bandeja que dejaba al descubierto parte de los hombros, su piel era tersa como un durazno, y exhalaba un delicioso aroma, casi embriagador. Sus ojos tenían esa profundidad que se percibe en altamar, cuando le miraba, sentía una especie de desnudez espiritual, como si le indagara y a la vez le advirtiera que ella sabía todo respecto a él. Ese primer encuentro fue ameno, la noche era cálida, ella mantenía una postura serena, casi altiva, tenía, en sus ademanes, una actitud de seguridad, de dominio propio que le infundía a la charla una sensación relajante, sonreía por lo general con agrado, y cuando el comentario se cargada de humor, reía de forma natural dejando al descubierto toda la sensibilidad interior que era mezcla de inocencia y a la vez de perspicacia. Su risa tenía esa inocencia casi infantil y sin ataduras, limpia espontánea, que contagiaba y admiraba a la vez. Algunas veces la conversación se centró en sus aficiones musicales. Supo entonces que la música tropical, particularmente la salsa el fascinaba. La noche transcurría, él se sumía en una especie aletargamiento. La miraba con persistencia y su hermoso rostro se filtraba por los poros y se incrustaba en su alma.
Cada noche, la ansiedad era el denominador común. Antes de cada encuentro con ella, el ritual de preparación se hacia más complejo, pues cada charla le permitía conocer detalles acerca de ella, y los utilizaba para agradarla, para prolongar esas visitas furtivas, tratando de eternizar en el tiempo su presencia.
A medida que pasaban la noches, él sentía que en su ser se desbordada toda la poesía, que desde su interior un volcán se agitaba sin parar, casi a punto de explotar. No escatimaba esfuerzo y dejaban que la magia de su imagen le invadirá el alma y le tatuara esos versos en el corazón:
Te descubro a cada instante
mi sombra, mi látigo, mi cruz
mi deliciosa rosa fragante
mi guía de amor lejano, fuego y luz.
Te descubro con mis sueños gastados
con mis retazos de días agotados
y como en un oasis de silencios
mis manos, te beben hermosa fantasía.
A veces sufría, cuando observaba que ella tenía aflicción, ese manto de tristeza que se posaba, opacando el brillo del cielo en sus ojos. Pocas veces ella acepto hablar de eso, y se mostraba evasiva, o simplemente contestaba “bobadas mías”. Él había aprendido el lenguaje del corazón y sin duda casi siempre había en esa actitud, allí, una aflicción de amor, tal vez un desencanto, un amor no correspondido que la atormentaba, y entonces se le veía distante, fría, cargada de monosílabos, pero siempre le negó que tuviera una pena de amor, o mejor que estuviera enamorada de alguien. Y de nuevo él echaba mano de su verso para no perderla, para que su sueño siguiera siendo realidad:
Una noche de horizontes ajenos
sin firmamento, ni estrellas
tiene aroma de olvido y naufragio,
mientras en lontananza tu huella
se aleja... se aleja... se aleja...
Fueron muchas noches, todas terminaban con un poema, y la mañana como una esperanza de volverla a ver. Era sin duda su Musa, como había llegado no lo sabía, pero estaba allí y eso era suficiente, vivía para esos encuentros, su creatividad estaba al ciento por ciento, la disfrutaba; escribía arrumes de cosas, las tiraba al cesto de la basura, las volvía a escribir y de nuevo al cesto, luego se reía a carcajada batiente, hasta que al fin algún escrito se quedaba y era testimonio de sus sentimientos. Se tornaba feliz y volvía a renacer.
Ella en tanto le tomaba confianza, y daba la impresión de que disfrutaba de su compañía, llegaba puntual, tomaba la rosa roja, se quitaba el saco de lana y se sentaba frente a él. Desde allí le saludaba, enviándole un beso, soplando la palma de su mano. La conversación fluía: las tormentas de lo cotidiano, la interioridad del ser humano, las destrezas contra la aflicción, terapias de meditación para elevar el estado de ánimo, los comentarios jocosos, a veces solían intercambiar retazos de canciones y mil cosas más. Las palabras se hacían más íntimas y la confianza tenía aroma de afecto. Cada nuevo encuentro era oportunidad de plasmar en el papel un nuevo verso:
Esta noche te busco entre mis recuerdos
te presiento ardiente entre mi piel
en el camino de mis versos.
Es posible que esta madrugada
llegues aquí, radiante y victoriosa,
invadiéndolo todo, desde tus ojos
desde el paraíso de tus sentidos.
Él había tomado la decisión de prolongar, esos encuentros y hacerlos mas frecuentes, se había propuesto buscarla al día siguiente para compartir esas horas de atardecer que nunca habían sido posibles, pues sus encuentros siempre se sucedían en el horizonte del manto de la noche.
La Tarde se había teñido de gris, los nubarrones eran, en aquella época del año, comunes a esa hora, más tarde sin duda, una llovizna empezaría a danzar en medios de los paraguas, filtrándose al piso, con febril malicia. La inquietud era el denominador de su estado de ánimo aquella tarde. Sabía donde era posible encontrarla, por algunos comentarios en noches de diálogos prolongados tenía la información de la hora a la cual saldría para su casa, Ella le había contado muchas veces esa rutina, tomar el transporte al salir en la tarde. Decidió apostarse en la estación del trasmilenio para esperar allí el momento en que ella abordaría el transporte. La hora y la lluvia, que se acrecentaba, iban poco a poco congestionado la estación, a veces la muchedumbre se hacia insoportable y le entonces le asaltaba la duda de que ella no llegara allí ese día, sin embargo se reconfortaba pensando que en la noche le vería de nuevo, también era motivo de preocupación que en medio de tanta gente, no la pudiera ver, entonces se ponía alerta y tomaba una actitud nerviosa. La cual no pasaba desapercibida para la gente que a esa hora transitaba. No había lugar a dudas, el aroma de su piel se podía palpar a metros, su sonrisa, el tono de su voz, su sensual figura sus ojos profundos, no, no podía pasar desapercibida, su cabello abundante con el cual jugueteaba de manera coqueta, se podía percibir en la distancia sin equivocación, y su infinita y contagiosa alegría que era un himno alegría a la vida.
Entre el bullicio de la gente, se percato de su presencia, con rapidez de felino, como si se le fuera a escapara se acercó. Era tal su alegría, que su actitud se torno fuera de control. Hablaba sin parar, atropellaba las frases, con extremada ansiedad. Luego se reía, la contemplaba, le recitaba versos de los tantos que había escrito, volvía a hablar sin parar, y de nuevo reía. Era una imagen mezcla de desesperación y alegría de infinita alegría, cada poro de su piel exhalaba esa intensa sensación de un placer sin medida.
Debieron pasar muchas horas, la cuidad se escondía en el manto negro de las noche, la lluvia había cesado, ya nadie transitaba por la estación. Con precaución el policía bachiller se acercó.
- Perdón señor, si desea le regalo el afiche de la modelo, quedó espectacular en esa foto, pero mañana van a cambiar esa publicidad, así que si quiere se lo puede llevar para su casa, pero por favor, aquí usted ya no puede estar, es hora de cerrar, váyase a descansar.
La sirena de la ambulancia recorrió la ciudad de forma rápida, en la vía se observaba el brillante tapiz que dejaba la lluvia sobre el pavimento. Él, amarrado de pies y manos seguía recitando versos y estallando en carcajadas por instantes. La ambulancia atravesó el portón del Hospital psiquiátrico, a lo lejos un perro callejero daba ladridos que eran hondos quejidos