Por: Fabio Rodríguez M.
Con la mirada perdida en la bruma del
paisaje, la pequeña Julieta contemplaba el horizonte donde se elevaban
imponentes los cerros andinos. Sus ojos profundos y llenos de ternura se humedecen por instantes Su mente recorría los verdes campos donde había pasado
su primera infancia al lado de sus abuelos maternos
El dolor de la tragedia aún permanecía
presente. En sus recuerdos ese terrible caos, la insoportable gritería de la
gente en medio de la penumbra de la noche. La lluvia incesante y el rugido
ensordecedor de esa masa de barro recorriendo las calles, las empinadas laderas
que descienden de la colina cercana al pueblo. Su desespero por hallar a sus
padres, sin resultado. Tenía solo cinco años y un sentimiento de abandono se
apoderaba de su conciencia. Luego el silencio total y la espesa bruma, el negro
intenso de la noche y su cuerpo débil atrapado en medio del lodazal. La
corriente ya se había llevado todo a su paso, su casa, el árbol donde su abuelo
había colocado la vieja llanta donde en las tardes soleadas se mecía al arrullo
de las canciones que tarareaba su abuela antes de la merienda.
Ese era el último recuerdo de su primera
infancia, todo había ocurrido tan rápido y ella cada día se esforzaba por
reconstruir el resto del relato de su vida y que le hacía falta para entender
ese sentimiento de tristeza que le marcaba desde entonces como un sino trágico
y que no era posible evitar. Sus padres nunca volvieron, sus abuelos
tampoco. No hubo funerales, solo desde aquella terrible noche, ellos dejaron de
hacer parte de su vida.
Con nostalgia su mente siguió
recorriendo los años de oscuridad. En medio de ruido ensordecedor de sirenas,
del murmullo y los gritos de la muchedumbre, ella no era capaz de razonar sobre
los sucesos. El guarda de la Cruz Roja la tomó de la mano y la retiró del punto
de riesgo. Ella reticente intentó soltarse, pero su voluntad iba perdiendo
sentido casi a la par de su conciencia.
Le costó trabajo entender la ausencia de
sus padres y aunque en el hospital la consentían mucho, en las horas de
penumbra volvía a sobresaltarse y cuando la tarde daba paso a la noche entraba
en una especie de shock que curiosamente coincidía con el cambio de turno de
las enfermeras, especialmente de una de ellas a la cual le había tomado mucho
afecto, tenía los cabellos lizos color de miel y la mirada tierna, de baja
estatura. Cuando la veía sonreír le recordaba a su madre por el fulgor de su
rostro y el tono de la voz. La enfermera solía llevarle regalos, casi siempre,
chocolates y cuentos que le leía a diario y se dedico a la tarea de reforzar en
la pequeña la historia de que ella cuando fuera grande podía volver a reunirse
con sus padres y que para ese encuentro debería llegar alegre y radiante y
además ser una persona profesional de éxito. A la pequeña le quedaba difícil a
su edad entender las recomendaciones de la enfermera, por su parte ella usaba
los cuentos para ir elaborando y fortaleciendo la idea que había sembrado en la
mente de la pequeña.
La despedida fue algo traumática, la
pequeña se resistía a dejar el hospital y la enfermera con un nudo en la
garganta y con la ayuda de la psicóloga del hospital intentaban convencerla de
que la familia que la llevaba la trataría bien y que además era el deseo de sus
padres. Esta última razón la hizo acceder y aceptó a regañadientes partir con
sus padres adoptivos. Ellos eran una familia de clase media, cuya tragedia era
el hecho de que les era imposible tener hijos por la esterilidad de la mujer.
Los años habían pasado muy rápido, ahora
tenía quince años y recordaba a su abuela, cerca del fogón de leña, asando las
arepas y tarareando canciones antiguas. A pesar de la edad eran sus manos
ágiles para amasar y colocar al fogón luego darles vuelta y retirarlas. Ese
olor característico de la arepa tomando su crocante no se le iba a olvidar
nunca. Aquella tarde su abuela le había prometido que cuando ella falleciera
desde el sitio a donde Dios la tuviera destinada la iba a guiar y a cuidar como
siempre, solo tenía que recordar el delicioso olor del maíz puesto al fogón.
Así lo había hecho durante los últimos
ocho años, en los momentos más difíciles de su orfandad, especialmente aquella
época en que sucumbió a la tentación de las drogas. Recordó con tristeza y
amargura la forma como se fue involucrando casi sin percatarse Aquel chico que
la abordo en la parada del bus tenía algo especial para llamar su atención de
una manera distinta, su mirada, su voz y su sentido del humor la atraparon.
Entre inocente juegos de parte de ella y una bien alborada estrategia de parte
de él, las cosas se fueron dando y casi sin darse cuenta se vio metida en una
relación desbordada cuyo eje motivacional era el sexo y las drogas. Cada
instante de enajenación producido por alguna sustancia que su novio le
suministraba para ponerla eufórica y disfrutar de su cuerpo, finalizaba
enmarcado por la imagen de la abuela y sus padres. Eran momentos de intensa
desesperación, las palabras de ellos retumbaban en su cerebro precedidas de
hondo lamentos y gritos de auxilio. La situación se repetía una y otra vez, después
del placer el sufrimiento y el tormento de sus delirios. Las imágenes
perturbadoras aparecían al comienzo en los momentos de trance hasta el día en
que presa de la ansiedad por la ausencia de droga en su cuerpo y postrada en la
camilla de una clínica donde milagrosamente se había salvado de una sobredosis,
en medio del temblor y el frío de su cuerpo, el olor característico de las
arepas puestas al fogón recorrió su ser. Fue como una inyección de
tranquilidad, una tabla de salvación, al fondo la imagen borrosa de su abuela
como otras tantas veces, sin embargo, esta vez, su abuela lucía radiante, no había
lamentos ni gritos, su abuela sonreía como nunca, su ternura era manifiesta, se
acercó le acarició el cabello y le enjugó las lágrimas. Un resplandor
enceguecedor brotó en medio de la habitación. La abuela la tomó de la mano y
ella presa de una honda emoción se aferró fuertemente y entre sollozos y
llantos le dijo “Abuela no me sueltes por favor, vuelve, no me dejes”.
La mañana era resplandeciente, debía
apurarse a tomar el vuelo rumbo a Colombia, se sentía alegre, llena de una
energía como nunca antes había experimentado. La prensa la esperaba en el
muelle internacional. Los últimos meses habían sido particularmente agitados.
El éxito alcanzado en la muestra de sus esculturas en París era la culminación
de una carrera exitosa. En el círculo de los intelectuales y artistas se
comentaba el éxito logrado con su puesta en escena de un tema tan complejo como
era adentrarse en el mundo de las emociones desde la escultura, logrando que el
espectador percibiera hasta el olor de las arepas en el fogón.
Contestó las preguntas de la prensa y
tomó la escalerilla del avión, el deseo de cumplir la promesa a su abuela de
regresar para darles simbólica sepultura a sus padres y sus abuelos era en
estos momentos la prioridad máxima de su vida. Además porque su abuela se había
convertido en ese ser espiritual con la cual planeaba su vida al calor de tibio
olor de las arepas recién asadas.
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